Aún recuerdo aquella mañana lluviosa de Noviembre, aquel altar majestuoso, digno para toda una Catedral, pero montado en la explanada de la feria, al aire libre, aún me recuerdo sentado ante el televisor en casa de mis abuelos y la voz del Santo Padre, el baile de los Seises, vestidos de celeste, color de Sevilla, las mantillas y las tocas negras y blancas de las hermanas de la Cruz.
Aquella mañana en que Juan Pablo II elevó a los altares a Sor Angela, a quienes los sevillanos siempre llamaron Madre Angelita, fue para nosotros inolvidable y aún se me estremece el alma cuando recuerdo al sucesor de San pedro postrado de rodillas ante nuestra devoción íntima y antigua de la Virgen de los Reyes, el ombligo de nuestras devociones o aquel momento, en que rezó ante quien para tantas jovenes fue y es espejo donde mirarse para abrazar la Cruz y que aquel día como alguien dijo le habáin dado la alternativa para poder subir a los altares y que años más tarde se canonizaría en Madrid, privándonos a tantos de haber visto a Sor Angela sobre la columnata de Bernini.
Hace un par de años tuvimos la oportunidad en Roma de rezar ante la tumba de este Papa Grande, que años antes nos bendijera desde el balcón del Palacio Arzobispal, y aquel día arrodillado ante él, rodeado de tantas personas comprendimos mucho más la grandeza de este hombre de nuestro tiempo que se calzó las sandalias del Pescador y que años antes vino a Sevilla a beatificar a eso tan nuestro como unas alpargatas.
Aquella mañana en que Juan Pablo II elevó a los altares a Sor Angela, a quienes los sevillanos siempre llamaron Madre Angelita, fue para nosotros inolvidable y aún se me estremece el alma cuando recuerdo al sucesor de San pedro postrado de rodillas ante nuestra devoción íntima y antigua de la Virgen de los Reyes, el ombligo de nuestras devociones o aquel momento, en que rezó ante quien para tantas jovenes fue y es espejo donde mirarse para abrazar la Cruz y que aquel día como alguien dijo le habáin dado la alternativa para poder subir a los altares y que años más tarde se canonizaría en Madrid, privándonos a tantos de haber visto a Sor Angela sobre la columnata de Bernini.
Hace un par de años tuvimos la oportunidad en Roma de rezar ante la tumba de este Papa Grande, que años antes nos bendijera desde el balcón del Palacio Arzobispal, y aquel día arrodillado ante él, rodeado de tantas personas comprendimos mucho más la grandeza de este hombre de nuestro tiempo que se calzó las sandalias del Pescador y que años antes vino a Sevilla a beatificar a eso tan nuestro como unas alpargatas.
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