(…) Pisó el albero sin descalzarse, como hubiera hecho un moro, pero sí con humildad, recuerdo y reverencia. Oyendo crujir la arena dorada y casi cerrando los ojos como si sintiera la música de un pasodoble, llegó a los medios. Allí se destocó para la ceremonia:
-Buenos días, reina mía, - paseó los ojos por las trece mil localidades vacias- Hacia mucho tiempo que no te veía tan de cerca.
Y con el sombrero en la mano citó al natural marcando los tres tiempos de aquel arte pajolero que María Santísima le había dado “¿Cómo está usted?” “Muy bien, ¿y usted?” “¡Vaya usted con Dios!” Para luego echarse el toro invisible por el hombro contrario en un pase de pecho que hizo estremecer a los trece mil asientos de piedra vacios (…)
(Juncal, Jaime de Armiñan)
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