La historia del toreo está llena de coletudos que toreaban como los mismos ángeles, pero que cuando llegaba la hora de la verdad y rubricar con la espada el triunfo de cante grande que se tocaba con la yema de los dedos, se encontraban con la cruz del pinchazo y todo aquello terminaba muy por debajo de lo que se presuponía y la desilusión no sólo se quedaba entre barreras sino que traspasaba a los tendidos.
Así nos hemos sentido una vez más con Alfonso Oliva Soto, torerito de Camas, que atesora en sus muñecas todo la gracia pero que cuando llega la hora de rematar una faena de triunfo grande, pierde los trofeos con la espada, y no es la primera vez, pues el año pasado perdió por culpa de los aceros una Puerta del Principe y en la segunda del abono ha perdido al menos la posibilidad de tocar pelo, tras volver a la plaza medio loca con ese toreo que él sólo atesora y que nos puede hacer intentar dibujar un cambio de manos al aire mientras tomamos una cerveza en Ventura.
Claro que si el año pasado el de Camas perdió la gloria de salir a hombros por el Paseo Colón, era porque tenía enfrente a un toro del Conde de la Maza que poco o nada se parece al mazazo descastado que saltó al sagrado albero del Arenal, aunque quizás, el gitanito tuvo la suerte de que le tocara lo menos malo de lo que vino de Arenales.
Fotografía: Paco Díaz / http://www.toroimagen.com/
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