Si el cielo de Sevilla no había llorado bastante en los días grandes de la Semana Mayor , aún nos tenía guardado un regalito para el Domingo de Resurrección, igual que el de esos mansos encastados que cuando más confiado tienen al torero que conoce de su peligro, van y zas derrote certero, que si lo cogen por delante se lo llevan camino de la enfermeria, así el cielo que nos tenía confiados, nos pegó ese derrote certero y pilló a media plaza, sin paraguas, sin chubasqueros y sin posibilidad de salir corriendo, por lo que algún que otro terno, y no precisamente de torero, terminó el lunes camino de la tintorería, si no camino de otro sitio. Así acabó aquella muchacha tan entallada que se sentaba delante nuestra y que no sabemos si llegó a calar el agua del diluvio más allá de las prendas que tenía empapadas a primera vista.
Y así en medio de una tregua de aquel diluvio, emergió la verónica, distinta, bellísima, mecidas con desmayo en el trazo que supusieron un estruendo, como un rayo que no cesaba, frente al rugido del cielo en la tarde tormentosa, porque Morante con sólo dos verónicas y una media hizo que nos olvidaramos de los trajes empapados, sacando el sol de su capote para llenarnos de todo un compendio de tauromaqia, para dejar la firma sobre el albero de así se torea a la verónica.
Después El Juli en una faena inteligente terminó cortando dos orejas de las que posiblemente ya no se acuerda nadie, y que en otros tiempos no hubieran pasado de una vuelta al ruedo, pero claro eso no lo contaran los revisteros, que tienen que vender portadas en las revistas que leemos sólo cuatro gatos.
Fotografía: Paco Díaz / http://www.toroimagen.com/
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