Han pasado ya diez años de aquel adiós en silencio, diez años de aquella mañana de romero en las solapas, en aquel festival en la modesta plaza de Carros de La Algaba. Plaza modesta, pero no por ello menos grande, que aquellas otras plazas de primera, donde se forjó la leyenda de un torero que sobrepasó a generaciones.
Diez años del adiós de un torero distinto, diferente, quizás único e irrepetible, al que muchos quisieron imitar mas ninguno supo igualar y que aún hoy, es referente para tantos torerillos que empiezan en nuestro mediodía español.
Diez años de aquella mañana, en que exiliados de la Maestranza, ante los desacuerdos con la empresa; con aquel San Miguel de caídas de carteles y partes facultativos frescos en la memoria; y con el beneficio de ANDEX, rompieron el paseillo en aquella plaza de carros, que tanto sabor tenía aquel día de Estoril taurino, Curro y Morante, genial mano a mano entre el eterno torero de Sevilla y el joven en quien se depositaban las eternas ilusiones de quien debía de asumir el cetro taurino de la ciudad de la gracia.
Nada más hubiera pasado, de no ser, cuando con la tarde ya vencida, sonó rotunda en Radio Nacional de España la voz del Faraón que anunciaba que se acababa de retirar de los ruedos.
Así, sin más, casi sin inmutarse, se iba una leyenda eterna del toreo, y se llevaba con sus palabras para siempre a su gente esperándolo en el callejón del Iris, las matitas de romero en la solapa, el respeto de verlo liarse el capotillo de paseo, el paseillo con su montera calada con esos sus andares tan característicos, el saludo al usía, el verlo cambiar la seda por el capote de percal, y así tantas cosas únicas incluso hasta cuando la montera decía no...
Todo era ya distinto para quienes lo seguían, con independencia de su cuna, porque el arte no entiende de latitudes y sí de sentimientos, si bien Sevilla y Romero se compenetraban ,una con el otro y así, bien pareciera, que un recibo a la verónica era la carta de amor de un enamorado que se remataba con el beso de una media verónica.
Pero una vez retirado el mito, todo era ya distinto, y así la ciudad huerfana de su amor sentía el dolor de lo que había perdido y en pleno corazón de Sevilla, en la plaza de Santa Cruz, empezaron a sonar los sones eternos de Amarguras interpretados por la banda de Tejera.
La razón no era otra que Pepín Tristán, que en ese instante acompañaba al paso de gloria de la Virgen de las Nieves, al enterarse de la noticia, mandó cambiar a los músicos la partitura prevista y ordenó que sonaran los sones de esa música que mejor simboliza lo que un sevillano y un currista de pro, como lo era el propio Tristán, podría sentir en ese momento.
La razón no era otra que Pepín Tristán, que en ese instante acompañaba al paso de gloria de la Virgen de las Nieves, al enterarse de la noticia, mandó cambiar a los músicos la partitura prevista y ordenó que sonaran los sones de esa música que mejor simboliza lo que un sevillano y un currista de pro, como lo era el propio Tristán, podría sentir en ese momento.
Hoy diez años después, Sevilla sigue echando de menos a su torero, quien bien parecía, que vencía al tiempo y a la vida, quien transmitía el sentimiento de saberse y quererse currista entre generaciones que entroncaban abuelos, padre y nietos.
Y así, ungida por la nostalgia, como volviendo a escuchar los sones de Tejera en aquella noche de otoño, la ciudad en silencio, ha vuelto a colocarse una matita de romero en la solapa; nada es ya como antes, y sabe que con aquel adiós por las ondas, aquel vencedor del tiempo se fue pleno de gloria sin la necesidad de tener, como otros, que arrastrar su adiós por las disintas plazas de toros de las Españas para reverdecer los secos laureles de otros tiempos.
La hermosura, como dijo el poeta, pasa en un instante pero permanece eternamente en el recuerdo, y así Romero permanece eterno en la memoria de quienes un día lo vieron torear parando los relojes de la vida.
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