Apenas tenía la misma edad que mi hija María, cuando nuestra
mirada se cruzó con su mirada de Cisquero -tan nuestra, pero tan distinta-
en aquella exposición que lo trajo por primera vez a Sevilla, tres siglos largos
después que el hijo de Pérez de Yrazaval lo mandara al terruño de sus mayores.
La vida quiso que casi veinte años después, nos reencontraramos, en medio de un viaje de estudiantina,
cuando de forma inesperada -las casualidades a veces no existen- nuestro camino
se desvió hacia Bergara y apareciera tras atravesar aquella puerta verde
de San
Pedro de Ariznoa, casi en penumbra, tras la reja de aquella
capilla, aquel gigante crucificado, Laocoonte sagrado, la joya barroca del Cristo de la Agonía.
Cuando resanadas las heridas del tiempo,
lo hemos vuelto a contemplar, quizás como lo contempló Juan de Mesa, hemos pensado la suerte de haber
podido buscar su mirada, y podérselo mostrar a nuestros vástagos. Y quizás no sea casualidad que el alma te llame a susurrar un Gure Aita.
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